Hace unos días hice un artículo sobre la elegancia y uno de los comentarios que hicieron fue el dicho popular «aunque la mona se vista de seda, mona se queda». Y pensé, si esto fuera verdad, mi trabajo sería una gran mentira. Pero enseguida caí en cuenta que era absolutamente cierto porque «la mona» es un animal y su conducta lo refleja todo el tiempo. Pero yo trabajo con personas que son absolutamente capaces de aprender a reflejar buenos modales, elegancia y sofisticación. Es verdad que la apariencia física y el vestuario son la carta de presentación de una persona y la primera impresión cuenta mucho cuando queremos que hagan comentarios positivos sobre nosotros. Pero no se trata solamente del vestuario. se trata de tener clase. Y eso muchas veces es difícil de lograr cuando «la mona» quiere causar una buena primera impresión.
Pero, ¿qué es tener clase?
Para muchos tener «clase» es algo innato y que no se puede aprender. Para mí es una cualidad misteriosa que tienen algunas personas que las hace especiales, que son admiradas y que muchos quieren tener. No es fácil de identificar exactamente lo que hace que una persona tenga clase porque no es una sola cosa, pero definitivamente sí se puede aprender.
Lo que hace que «la mona» no tenga clase es esa condición natural que tiene de no poder encubrir ni cambiar con mejoras externas su esencia. La clave está en que no puede cambiar. Pero los seres humanos sí podemos cambiar. Esto tiene que ver con la integridad, la inteligencia, la discreción, la prudencia y, muy importante, la educación que es la llave para el cambio.
Se podría decir que tiene cuatro elementos: 1. Lo que una persona dice, 2. la forma como lo dice, 3. su aspecto o imagen y 4. su comportamiento.
En ese orden de ideas, una persona no tiene clase cuando: se ríe a carcajadas con la boca abierta, grita o le habla mal a la gente que le sirve, no paga sus deudas, no agradece un favor al recibirlo, habla fuertemente para llamar la atención, hace ruidos al tomar las sopas, se pinta el pelo de colores demasiado llamativos y muy contrastantes con su tipo de piel, se expresa todo el tiempo con groserías, llega siempre tarde a las citas, usa en su vestuario más de 2 piezas que anuncian la marca ostentosamente, tiene 40 años y se arregla como si tuviera 18, es chismoso y habla mal de los demás, dice el precio de lo que le costaron las cosas, usa demasiados accesorios grandes al mismo tiempo, se maquilla demasiado, se escarva la nariz, se sienta mal en público, tiene el pelo sucio, come chicle todo el tiempo y con la boca abierta, mira mal, llega a hacer una visita sin avisar, sube de puesto u obtiene logros pasando por encima de los demás, no sabe combinar la ropa, le llama la atención a alguien frente a los demás, es imprudente, interrumpe todo el tiempo, quiere ser muy sexi y revela demasiada piel, hace comentarios sexistas y denigrantes.
Y la lista puede alargarse mucho más. Si nos fijamos no se trata de algo elitista ni tiene nada que ver con la condición económica, el apellido ni la condición social.
Encontré algunas opiniones que pueden definir a una persona con clase y que pueden diferenciarnos de «las monas»:
«Una persona con clase, posee seguridad, más no arrogancia, orgullo pero no altivez, simpatía más no simpleza, es aquél que tiene un profundo y discreto sentido de nobleza.»
«Es tener consideración por los demás y buenos modales, que después de todo es lo mismo.»
«Es conocer la realidad de nuestro cuerpo y nuestro rostro; esmerarse por estar bien presentado por respeto propio y por respeto a los demás.»
«No depende de las marcas que compramos, ni de la cuna donde nacimos, ni en qué nos transportamos. Depende de la riqueza interna que se proyecta al exterior inevitablemente.»
Ahora nos queda hacer una lista mental de las personas que consideramos tienen clase. Observemos sus cualidades y analicemos si las tenemos, o bien, el reto es proponernos fomentarlas en nosotros mismos para lograr así ser personas más agradables para los demás.
Ilustración: Flavia Zoriilla
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